No quiero salir del paso con las actividades del blog utilizando viejos
cuentos que he encontrado escudriñando en mi baúl físico o virtual. En mi
entrada anterior hice alusión a que no había escrito antes un cuento, pero en
realidad si lo había hecho, ya no quiero decir nada más al respecto porque por
lo visto he estado algo amnésico y no recuerdo si he escrito algunos cuantos
más como el que les compartiré a continuación.
Éste, es un hipertexto inspirado en el cuento: La siesta del martes de
Gabriel García Márquez. Y como habrán evidenciado, en este espacio he plasmado
y seguiré plasmando mis sentimientos y creaciones que me parecen valiosas, y
qué lugar más apropiado que este para darlas a conocer y mostrar eso que me
gusta hacer. Creo que aquí son de mayor utilidad que en el disco duro de mi
computador o en mi baúl de papeles importantes
Suplicio
No había día más angustioso para mí, nada se asemeja a esa amarga sensación
de una madre cuando siente que su hijo está en peligro, y así era, cada sábado
la vida de mi amado Carlos peligraba, pero qué podía hacer yo, los años habían
pasado su cuenta en mí y ya no tenía ánimos para realizar las duras labores de
lavandería que eran la única fuente de empleo que le brindaban a una mujer sin
educación como yo. Esa fue la única solución que encontró mi muchacho para
traer un plato de comida a casa. La vida suele ser dura para quienes la
desgracia ha caído con inclemencia.
Recuerdo ese gris sábado, el último en que vi a mi Carlitos tan demacrado
como nunca antes: el cielo crujía y relampagueaba despiadadamente como si se precipitara
a anunciar cada golpe que recibía mi hijo, la tormenta era incesante y parecía
que el frágil y oxidado techo de zinc de nuestra triste casa sucumbiría ante el
siniestro viento; yo miraba fijamente el tosco y empolvado reloj en la pared
mientras sostenía un rosario entre mis manos a la expectativa que en cualquier
momento Carlos entraría por esa puerta con su cara destrozada, pero con una fingida
sonrisa de satisfacción al entregarme el dinero que había recibido por su pelea
de la noche. Pasadas las 2 de la madrugada como era usual llegó mi Carlos, con
las heridas de su rostro lavadas por la lluvia y sus ojos y labios a punto de
estallar por la hinchazón.
-Aquí estoy madre querida, tal como te lo prometí,
dijo mi hijo fingiendo una consoladora sonrisa.
-Gracias a Dios por traerte de vuelta a casa. Pensé
en voz alta.
-Sí, aquí está el dinero que he
ganado esta noche. Mi corazón se partió en mil pedazos cuando mi hijito me entregó
el dinero y se desplomó en mis brazos. Eso sucedía casi siempre
después de sus peleas en el rin de boxeo, pero nunca estaba preparada para
verlo así; luego lo acostaba en su cama y curaba sus heridas tan delicadamente
que él casi ni se percataba del dolor que sentía. Mientras tanto yo solo elevaba
plegarias al cielo, implorando a Dios que el sufrimiento de mi muchacho
culminara.
Al día siguiente mis ojos estaban igual de hinchados que los de mi hijo,
por supuesto, los míos lucían de esa manera por tanto llanto y por pasar la
noche en vela contemplándolo pesarosamente.
-Tengo mucha hambre
mamá, era lo primero que decía él cuando despertaba. -Ya te traigo algo de
comer. Inmediatamente corría a la hornilla de barro en el patio y le servía de
las tiznadas ollas una taza de chocolate caliente y un pedazo de pan que era lo
único que podían triturar sus encías desprovistas de dientes.
-Debo decirte algo y sé
que no estarás de acuerdo conmigo, al igual que no estás de acuerdo con que
boxee todos los sábados arriesgando de esta manera mi vida. - ¿Qué pasa?, pregunté
con voz nerviosa.
-Voy a dejar las
peleas, ya mi cuerpo no aguanta un golpe más. -Pero eso no es malo, le dije yo
con esperanzadora voz. Mi corazón latió tan fuerte al escuchar esa gratificante
noticia que incluso brotó una tímida sonrisa de mis labios.
-Déjame terminar mamá,
creo que no me estas entendiendo. De alguna forma u otra debo seguir
consiguiendo el dinero para darles de comer a mi hermana y a ti, y sabes que
nadie me dará un trabajo honrado porque ni siquiera sé leer y escribir. -Ya veo
a que te refieres, le dije, pero tampoco hice nada para hacerlo desistir de sus
ideas, era preferible cualquier otra cosa a que mi hijo llegara todo golpeado o
incluso que algún día no llegara. -Sabes que no te apoyo en tu decisión, pero
ante todo soy tu madre y siempre traté de inculcarles a ti y a tu hermana
buenos valores junto con tu padre, y luego lo seguí haciendo sola cuando él partió
de este mundo. -Lo sé mamá y lo hiciste muy bien, siempre te he respetado y he
tratado de sacarlas adelante honradamente con el sudor de mi frente. -Tú eres
un buen muchacho y sé que tu padre estaría muy orgulloso de ti, así como yo lo
estoy, jamás hagas daño a nadie y lleva siempre a Dios de tu mano para que te
proteja donde quiera que te encuentres.
Luego de esta conversación, mi hijo me lanzó una sonrisa desde el fondo de
su alma y me dio un caluroso abrazo como nunca lo había hecho. Tal vez presentía
que era la última vez que lo haría, y con voz quebrada me susurró al oído
pidiéndome perdón por todas las angustias que me había hecho sufrir. Cuando acabó
de comer su desayuno, se levantó de la cama, se colocó una franela de rayas
coloridas, un pantalón algo deteriorado, una cuerda en lugar de un cinturón y
unos viejos zapatos muy rotos que no resistirían una larga caminata. Sin nada a
cuestas, pidió mi bendición, cargó a su hermana por un instante dándole un
fuerte abrazo y un tierno beso, y luego salió para nunca más volver.